José Antonio Ochoa. Habitar el paisaje

Por Rosa Martínez-Artero

Hay un tiempo para el anochecer bajo la luz de las estrellas, 

un tiempo para el anochecer a la luz de la lámpara (El anochecer con el álbum de fotos)

T.S. Eliot, Cuatro cuartetos

 

Volvemos, el aire de pronto nos arropa y el ojo encuentra su horizonte; el paisaje sigue ahí pero su lejanía se ha hecho palpable como al acercarnos a un cuadro del Quattrocento sus montañas azules. Reconocer los pasos, el aroma, los sueños de antiguas noches esperando nuestro descanso; los sabores, las voces de los pájaros y de la calle quizá sean una forma de habitar, súbitamente, la memoria en el presente. Otro paisaje queda atrás. Para describirlo enseñamos algunas fotos que fijan nuestro recuerdo. Las imágenes han quedado impregnadas del instante, de la luz, del ruido de la ciudad y del olor del mar, y en ellas, de pronto, la emoción de haber habitado ese lugar, de seguir habitando su lejanía en el reducido espacio del papel. 

Se habla de un arte de la lejanía, de una manera de hacer conectada con la dimensión emocional de la contemplación del paisaje. Habitar un paisaje es entrar de algún modo en lo espiritual. La presencia del paisaje que veo y la presencia del paisaje que rememoro en imágenes pueden ser equivalentes cuando están condicionadas por la emoción. Reconozco entonces el presente habitado de memoria y también la experiencia estética revisitada. 

Querétaro recibe la obra de José Antonio Ochoa abriéndole las puertas del Museo de Arte (maqro), y la presenta en sus paredes recién llegada de Valencia, España, donde el artista ha terminado su formación académica en la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Atrás queda el diverso paisaje europeo, desde las playas del Mediterráneo hasta las brumas y bosques de Suecia o las montañas de Finlandia. La exposición Ut Pictura Kinesis. Silencios de cine. Pinturas de celuloide presenta su proyecto artístico en torno al paisaje cinematográfico de resonancias pictóricas. Conceptos como belleza y silencio son claves para disponerse como espectadores a la contemplación de las obras. El misterio del paisaje es el núcleo del tema. Además del disfrute de un trabajo de rigor técnico se nos invita a compartir una actitud ante la vida.

Se trata de una obra joven y arriesgada; joven, porque el horizonte de su impulso es a la vez claro y utópico; de riesgo, porque para alcanzar ese horizonte José Antonio Ochoa lleva a la pintura a convivir con otros lenguajes de representación contemporáneos —el cine en este caso— y reclama la naturaleza dialéctica de la imagen con la intención de herirnos. José Antonio es un artista que ha trabajado y expuesto sus pinturas con anterioridad en torno a la figura humana y el paisaje; ha definido su interés por la mirada del pintor y el espectador en la bella serie Domingo en el Art Institute (2015), donde aparecen por primera vez sus figuras de espaldas y en esta ocasión su obra se mueve en equilibrio entre la representación de la pintura figurativa más tradicional —por los temas y el tratamiento— y su engarce conceptual en el contexto intertextual: esa cualidad y capacidad de transmisión cognitiva y emocional de la imagen que el artista utiliza para presentarnos su propia mirada sobre el mundo. De ahí la herida que nos llega de la belleza y el silencio de sus paisajes —y anteriormente sus retratos—, en contraposición a la así llamada “rueda del mundo” de la que todo y nada le interesa. Juventud, decía, pero templada y madura por el buen oficio de la pintura, por la conciencia de que a través de ella se puede señalar y desvelar el misterio de las cosas, eligiendo del mundo lo que impulsa la vida y desdeñando el imperativo cultural que nos ciñe y limita. De ahí, como decíamos, su valiente posicionamiento frente a la inercia del sistema artístico. Ochoa pinta, por tanto, movido por la belleza, la serenidad, la armonía y la paz, pero desde esta belleza, serenidad, armonía y paz nos advierte e increpa, haciendo uso de esta forma de pintura elaborada capa a capa, callada y resistente a modas y espectáculos, incuestionable arma de materia pictórica arrojada silenciosamente al espectador. 

En las paredes del museo vamos a encontrarnos de nuevo con el paisaje y la figura. Diríamos mejor con el paisaje y, tal vez, la figura que lo habita, pues los personajes de sus cuadros entran en el paisaje vacío o lo contemplan desde su pequeño tamaño individual donde la casa, el animal, el coche, el árbol y la hierba baja tienen su pequeño sitio. Ochoa ahonda y dilata el espacio de la naturaleza; la distancia entre el individuo y el horizonte se agranda mediante esta escala de representación y apunta a sensaciones de trascendencia. No creemos hacer una sobreinterpretación al decir que su obra trata de la conmoción de reconocer la vastedad inabarcable de un paisaje sublime y silencioso que señala ese otro paisaje interior de cada uno, en el que adentrarse y habitarlo, tal vez. 

Ut Pictura Kinesis. Silencios de cine. Pinturas de celuloide es una exposición que tiene su origen en el cine, en las películas de cineastas como Andréi Tarkovski, Alexandre Sokúrov, Terrence Malick o Zhang Yimou, y en la capacidad documental del cine frente a la naturaleza subjetiva de lo pictórico. Este elemento documental y su contenido preceden el trabajo al óleo y configuran su esencia conceptual. Los fotogramas detenidos que José Antonio renueva e intensifica al pintarlos convocan la presencia del paisaje desde la naturaleza artificiosa de la imagen fílmica. Con ello crea una posmoderna visión romántica del paisaje en plena efervescencia del poder de los media con la que el artista denuncia lo raquítico de la uniformización del pensamiento dominante. Es esa visión que ya no será nunca inocente la que nos increpa y nos hiere suavemente primero, hondamente después cuando al contemplar los cuadros de esta instalación se nos revela esa pérdida ¿irreparable? para el individuo que ya no puede habitar una visión original. Sin embargo, pese a esto, el artista invita a contemplar sus cuadros de paisajes lejanos desde la distancia imprecisa de la ventana de una casa, el borde de un camino, la esquina del cuadro, o la butaca del espectador de cine. Los cuadros Mist, Railroad o Mar de niebla son ejemplo de ello: “Porque para nosotros el cine ya ha construido esa imagen y toda su secuencia en la atmósfera de una pintura que se hubiera puesto en movimiento”.

Un paisaje extraído de una película pasado después a imagen impresa y finalmente al óleo sobre un papel, ¿qué nos dice? En esta exposición José Antonio Ochoa ha realizado un proyecto artístico que apuesta con claridad por la construcción de imágenes llenas de belleza y emoción por el paisaje de tierras lejanas a cuyo través alienta del presente y de su trascendencia, y se sitúa en una sensibilidad común a la obra de otros artistas contemporáneos como Olafur Eliasson o James Turrell, cuyas instalaciones The Weather Project (2003) o Skyspaces (2005), respectivamente, admira pues coinciden en invocar el concepto de lo sublime y actualizar su sentido en nuestros días. Su actitud como artista supone un posicionamiento de resistencia a la cultura de producción y consumo, y su inercia deshumanizadora. Resistencia y propuestas de cambio es el poso que queda al mirar con detenimiento estos cuadros ligeros y cuidados, sosegados y cargados de profundidad que señalan en la dirección opuesta al paradigma que nos engulle. Con ello, como sabiamente reflexionaba Paul Valéry, quizá se pueda devolver el rasgo de inutilidad al arte y su carácter sagrado. Así también el proyecto Ut Pictura Kinesis bebe de un arte de la imagen que en España tiene entre sus artistas más señalados a Chema López, Alain Urrutia, Hugo Alonso o Simeón Saiz. La naturaleza dialéctica de la imagen, su vínculo irrefutable con la memoria iconográfica y la construcción del pensamiento visual están en la investigación plástica e intelectual del proyecto de José Antonio, a la vez que en su impulso vital. Cine y pintura han intercambiado autoridad documental y estética hasta hermanarse, como en estos bellos fotogramas pintados. 

Recurrimos al cine no sólo por la pasión que sentimos por el séptimo arte, más aún, porque las imágenes que hemos encontrado en el cine nos han cautivado hasta el punto de querer suspenderlas en el tiempo, para poder disfrutar de ellas fuera de su movimiento, tiempo y espacio; para poder contemplarlas —a diferencia de cómo se podría contemplar el cine— en pausa y en silencio. […] Otro motivo para tener como referente al cine y no a la naturaleza, es la capacidad del cine de contar historias con imágenes, la narración, el misterio y sus personajes; todos estos aspectos han sido esenciales en la realización de este proyecto.

El cine se ralentiza en la obra de Ochoa para mostrar la dimensión emocional que puede asemejarse a la contemplación in praesentia. Pérdida y belleza se unen en estas pinturas repletas de una nostalgia anunciada. El paisaje reencontrado y vuelto a perder para volverlo a reencontrar en la experiencia estética del arte. Podría parecer paradójica tal vez esta distopía de un paisaje construido como objeto simbólico y el individuo que lo contempla como índice metonímico, así como la experiencia de la presencia mediante la experiencia del arte, pero es que a fuerza de naturalizar la imagen en la sociedad globalizada que malvivimos, a punto de constreñirse un imaginario común sin vestigios de individualidad posible, esta contradicción es en sí el hecho que al artista inquieta, porque tal vez el arte crea en nuestros días un simulacro ya estetizado que es la única fuente de la posibilidad de dar con la emoción, frente a la fuente viva de un mundo que pierde a grandes pasos su capacidad de ser refugio.