Luz en la oscuridad
No sé bien cómo escoge Ochoa las películas que ve, pero es evidente que busca algo distinto a la atronadora vacuidad que habitualmente se nos prodiga. Sus paisajes en blanco y negro me traen a la memoria los ciclos de cine de autor, aquellas pequeñas salas de proyección en las que directores como Angelopoulos, Wenders o Tarkovski nos asombraban con encuadres de belleza tan otra. La penumbra ambiental nos ayudaba a adentrarnos en aquellos páramos desoladoramente hermosos, paradójicamente luminosos y oscuros a la vez.
Sus obras aquí presentadas provocan sensaciones similares. De una parte, a través de una sucesión de pequeñas piezas sobre papel de acetato -uno de sus soportes más habituales- que, inevitablemente, sugieren en su montaje longitudinal la lectura de una sucesión de fotogramas en celuloide, un storyboard imposible en su heterogeneidad narrativa. Por otra parte, mediante lienzos de mayor formato, que muestran una dualidad clásica: una naturaleza de dimensiones inabarcables, y arquitectura o figuras que indican la presencia y acción humanas. Son estos últimos elementos los que, aprendiendo de maestros del pasado, añaden motivos de larga tradición: barcas en la arena, anónimos personajes que se abren camino hacia una ermita en las montañas, el combate corporal como signo de la lucha interior…
Al proceder así, Ochoa invita al espectador a extraer de las obras su mensaje más profundo, pero también a que, si lo desea, introduzca otros y las resignifique, desde su trayectoria personal. Algunos títulos nos llevan a referentes bastante específicos, mientras que otros permanecen mucho más abiertos, en una voluntaria indeterminación. “Aunque es de noche” remite, desde luego, a San Juan de la Cruz, pero con él también a Enrique Morente o a Rosalía; y ante sus obras nos encontraremos también a Evelyn Waugh, Caspar David Friedrich, el Libro de los Salmos, o los hermanos Coen. En el caso de Ochoa, la conversación confiada con un Dios personal y providente es la inspiración para este proyecto, que anuncia una nueva etapa en su obra: nueva etapa en la que los cambios cuentan tanto como la continuidad.
De esta manera, es evidente el itinerario del artista en pos de una profundización en la sustancia de su trabajo. Está evolucionando de las miradas a la sublimidad de la naturaleza hacia una contemplación de la trascendencia, un camino que ya estaba implícito en su obra anterior pero que ahora se hace más andadero, para quien quiera recorrerlo, y hasta el punto que quiera hacerlo. Permanece la invitación a observar con detenimiento, a suspender el tiempo ante las imágenes; incluso aunque tengan origen cinematográfico, olvidemos su fugaz condición original y mirémoslas como huellas de algo grande y permanente, o si queremos, de Alguien. No iremos muy errados.
Finalmente, y dado que lo formal no está reñido con lo conceptual, no es ocioso considerar cómo la pulcritud material y técnica es clave para el asombro meditativo que nos suscitan sus obras. Unos caminantes portando lámparas en la noche, al lado de la negra silueta de un templo, recortada sobre el firmamento sin luminarias; una sinfonía en negro, una oscuridad azul casi aterciopelada; formas construidas mediante imperceptibles estratos de pigmento, pulidos hasta conseguir una superficie tan lisa que se diría fotográfica; nuestros sentidos se detienen, suspendidos ante un paisaje tan verosímil como onírico, en el que la pintura consigue una vez más el milagro de hacer material lo espiritual. Auguro que Ochoa todavía tiene mucho con lo que empujarnos a mirar afuera, y también adentro.
Jorge Sebastián Lozano