Mirar el tiempo
(eppur si muove)
Es un lugar común que vivimos en la sociedad de la prisa. El que más y el que menos lleva una vida acelerada, dominada por el stress. Desde esta perspectiva, el tiempo se ha convertido en un bien tan escaso como escasamente valorado. Está al alcance de cualquiera que se lo proponga, pero pocos son los dispuestos a pagar el precio necesario para su disfrute: parar. Vaya por delante que estas obras de José Antonio Ochoa son una generosa invitación a darse un tiempo para mirar, para reflexionar, para gozar con los ojos bien abiertos, entornados, incluso cerrados.
La raigambre profundamente cinematográfica de su trabajo nos pone en la pista sobre la importancia medular de la temporalidad. El cine constituyó desde sus inicios toda una revolución desconocida hasta la fecha en ese arduo proceso de integración espacio/temporal que suturó el arte con la vida, lo ajeno con lo propio, los demás con uno mismo. En pocas disciplinas se vive con tal intensidad esa comunión mágica del aquí y ahora que funde al espectador con la obra. De un modo cautivadoramente complementario, estas pinturas y dibujos de J.A. Ochoa agitan dinámicamente nuestra imaginación mediante una serie de recursos materiales, técnicos, compositivos que nos inducen a mirar ese tiempo que literalmente percibimos en forma de espacio plástico sabiamente organizado y materializado.
Tras décadas de exploraciones, tanteos y titubeos, el modelo cinematográfico mayoritario, ese que Noel Burch* denominó M.R.I. (Modo de Representación Institucional), abogó sin ambages por la narratividad derivada de la novela decimonónica y apostó abiertamente por el espectáculo. Con una gran honestidad conceptual y una notable economía de medios, Ochoa conjuga una rigurosa selección de escenas que revisten un especial interés discursivo, con diversas soluciones pictóricas que impactan con delicada firmeza, con firme delicadeza en la línea de flotación de dos binomios fundamentales de las artes visuales en general y de la pintura en particular: espacio y tiempo, materia e imagen. En relación a este último, desde que contemplé directamente sus obras en su estudio, no dejó de martillear en mi cabeza una reflexión del incisivo poeta José Ángel Valente cuando afirma que no tiene sentido el debate entre abstracción y figuración, concluyendo lapidario: “la materia es la forma”.
Las obras de Ochoa permiten al menos una doble aproximación en absoluto excluyente. La primera requiere que nuestros ojos recorran la superficie de lo representado y “ leamos” las imágenes (todas y cada una de ellas son fruto de un exhaustivo trabajo investigador/documental). La segunda exige una observación atenta del tratamiento de la materia (que no olvidemos es también la forma), una percepción educada en la apreciación de las texturas, un interés particular por detectar los detalles insignificantes (mismos que acaban por tener una extraordinaria significación). Se activa esa imaginación material magistralmente desarrollada por Gaston Bachelard en conjunción cuasi nocturna con esas grisallas que se hunden en la memoria profunda del tiempo hecho espacio.
Así, una diminuta línea oscura desplaza la escena del no-fotograma y nos remite al celuloide ajado por su reproducción mecánica. Así, la pincelada fluida o entrecortada posibilita que el viento y el tiempo circulen entra las ramas y las sombras de un bosque perdido. Así, estas pinturas de medio formato -cuando no pequeño- atrapan nuestra mirada que se hunde en el infinito gris que trasciende los límites perimetrales.
José Antonio Ochoa nos hace mirar el tiempo a los ojos de unos cuadros que en su obstinada quietud, no dejan de moverse.
Juan Bautista Peiró
Universitat Politècnica de València
*Burch, Noël. El tragaluz del infinito. Madrid, Cátedra, 1987